Johan
- Fecha: 06 / Mayo / 2022
Antes de que la pandemia se lo llevara todo por delante, tuve una escuela. El sueño secreto de todo maestro. La mía tenía seis estudiantes. A veces eran ocho. Y en algunas ocasiones llegábamos a 10. Casi todos estaban escolarizados en Aguazul (Casanare). En el comedor de la casa donde vivía improvisábamos el salón, que servía la primera parte de la clase de eso, de comedor. Una vez consumida la merienda, empezábamos a conversar, a explorar los saberes y a hacer algunas operaciones. Se trataba de fortalecer sus conocimientos en inglés, español y matemáticas. Como tenían distintas edades y, por lo tanto, distintas ideas de las cosas, lo sensato era crear estrategias comunitarias de aprendizaje.
Y así fue. El menor de todos, Johan, un niño de seis años, llegó de último a la mesa servida de la escuela. Al principio no miraba a nadie. Cuando levantaba los ojos del piso, apenas unos pocos segundos nos permitían verlo y que nos viera. Devoraba la merienda al instante y siempre pedía más. Poco a poco fue encontrando su propio acomodo y, como todos esperábamos a que terminara con sus propios deberes, no se sentía ni presionado ni invisible. Empezaron a ocurrir pequeños milagros esperados y construidos. Johan pedía ayuda y hacía bromas. Síntomas contundentes de que las cosas iban por buen camino. Eso sí, seguía repitiendo merienda.
En lenguaje, cuando empezamos a repasar a través de cuentos, refranes y canciones las personas gramaticales, las formas del verbo y sus tiempos, Johan se demoró un poco más que de costumbre con aquello de las personas gramaticales. Siempre dudé en insistir en que las diferenciara. Lo cierto es que entre todos, cada uno con ejemplos diferentes, le trataban de explicar que hay un yo, un tú y un él o ella. Y que luego hay un nosotros, un ustedes y un ellos. Entendía bien el plural y el singular, pero no lograba entender (al menos eso creíamos todos) a las personas que hablaban y menos que fueran seis.
Con el paso de los meses, los saberes fueron habitando en cada uno de mis jóvenes discípulos y para mi dicha, a pesar de las diferencias de edad, biología y mente (o justamente por ellas), éramos un grupo lleno de lenguajes comunes, gestos cifrados y afectos esparcidos. Mejor dicho, una pequeña hermandad. Y, claro, como no existía la presión de la nota ni de ganarle a nadie porque todos eran importantes, una alegre serenidad campeaba en los espíritus. Teníamos tiempo a manos llenas. Eso es lo que realmente debería tener una escuela.
Con el final del año, habíamos acordado que le preguntaría a cada uno lo que más quisiera y que podía escoger entre las tres materias la que más le gustara. Para sorpresa de todos, Johan dijo que él había estudiado las personas gramaticales. Y que en inglés también. Qué bien, le dije. Entonces le pedí que me dijera cuál era la primera persona del singular. Nosotros, me dijo. Todos nos miramos desconcertados y uno de los mayores le volvió a preguntar lleno de amor por su compañero. Johan, sin dudarlo, volvió a responder lo mismo: nosotros. Al tercer intento de otro de sus compañeros, Johan sin dejarlo terminar le volvió a contestar igual.
Un momento después comprendí y comprendimos que Johan tenía toda la razón. Porque él, después de un año juntos de compartir la mesa de la escuela, nunca se había sentido perteneciendo a algo, nunca se había sentido acogido y abrigado y valorado como con nosotros. Su escuela no lo esperaba. Su maestra no le tenía la paciencia que él necesitaba. Sus compañeros, más de 40, apenas lo reconocían. Faltarán algunos años para que Johan pueda explicar con sus propias palabras lo que hizo con una sola. Lo increíble es que nadie, gracias a Johan, podría poner en duda que la primera persona del singular somos nosotros. Se quedaría solo si lo hiciera.