Del avión y otros demonios: ¿por qué a García Márquez le daba miedo volar?
- Fecha: 19 / Mayo / 2019
El escritor de ‘El otoño del patriarca’ se lo confesó al escritor de estas líneas, con quien compartió versos, comidas, copas y boleros. Aquí está el secreto.
No era solo el miedo a que el avión se cayera. Ese es el miedo que tiene todo el mundo. El de los lectores, pudiéramos decir. El de García Márquez, tantas veces confesado por él, también era otro miedo. Un miedo de escritor, un miedo literario, de ficción y en consecuencia, verdadero. Verdadero pero secreto.
Yo se lo escuché declarar una noche. La misma en que me dijo que me regalaría su chaqueta camel cuando supiera poner un adjetivo en su puesto. Era antes de 1982. En casa del inolvidable Gonzalo Mallarino Botero conocí a Gabo con otra pléyade de débiles mentales: Álvaro Mutis, Alejandro Obregón y Bernardo Hoyos. Sus libros (que eran de mi padre) reposan entre mis camisas firmados por Gabo esa noche de las vainas, para que no tuviera cien años de soledad sino de buena compañía.
Esa misma noche había dicho, después de bailar con Mercedes un bolero que cantaba Olga Guillot, que entregaría toda su obra a cambio de la letra de uno de ellos. Y luego, sentado y melancólico, pensó en voz alta: “Todos los boleros ocurren de noche”.
Gabo era un tipo melancólico e indefenso. Irradiaba un aura de felpa. Y después de varias horas de copas y palabras, se me acercó y me dijo: “Así que eres nieto de don Nicolás Bayona Posada, si ese fue el hombre que nos enseñó literatura a todos. Y volvía al baile”.
Muchos años después (no es posible decirlo de otra manera), lo volví a ver en Madrid, en el bar del Wellington, que era el hotel preferido de Mutis. Me había buscado sin suerte varias veces y mi compañero de apartamento incrédulo por naturaleza, me daba los mensajes con ironía: “Oye te volvió a llamar García Márquez, dice que ya no insiste más y que lo único que quiere es que por fin comas caliente”.
Y razón no le faltaba. Me invitó a comer a Zalacaín, ya para entonces una leyenda de la gastronomía española, y me volvió a declarar sus viejos miedos y volvimos a decir los sonetos de sor Juana Inés, y el de Quevedo, que le inspiró uno de sus cuentos, y uno de García Lorca que le gustaba mucho.
Y así fue siempre. Nos veíamos muy de vez en cuando para decirnos lo mismo, y confesarnos los mismos miedos. Yo le mamaba gallo. Viniste a pie o en tren le preguntaba. Eres un ovejo infecto, me decía desde su corazón de algodón. Por azares del destino andaba yo en México un 6 de marzo, y no tuve el valor de ir a su casa a felicitarlo por su cumpleaños, porque sabía que ya estaba perdido entre un montón de nubes blancas.
Su miedo inveterado al avión, finalmente, le habría de ganar. Tenías razón Gabo querido: “Lo que me da terror –me repetía– no es que se caiga, sino que no pueda aterrizar nunca y se quede vagando para siempre por el cielo”. Como tú ahora.