Luisa
- Fecha: 17 / Junio / 2023
Hace dos semanas en mi colegio una profesora soñadora que le da el título a esta columna, logró poner en la mesa de comedor del colegio unas hortalizas sembradas por los niños del programa de inclusión que tenemos (Down, Autismo, entre otros), protegidas por otras plantas de las plagas que las asechan y ofrecidas con una alegría inédita. Orgánicas se llaman. Ella con sus alumnos. Calladita. Aró, sembró y cosechó. Y no habló tanto. Ahora que la vida es la marca del gobierno actual, y la seguridad alimentaria y la transformación energética, y el cambio climático, los demás celebraron la hazaña que alcanzó para sentar a la mesa a muchos. Literalmente nos dio de comer. Cuando la contraté, en la extensa charla que tuvimos coincidimos en la decrepitud del planeta. Como buena maestra de ciencias naturales confía en la sabiduría de la tierra porque conoce algunos de sus secretos. Por mi parte, le expliqué que a pesar de las heridas que a diario le atizamos al mundo en que vivimos, vuelvo a tener fe cada vez que viajo desde las sabanas casanareñas al altiplano de Bogotá por entre los vericuetos de las carreteras colombianas. Cuánta belleza, cuánto verde, cuantos ríos arteriales que, como en el vasto poema de Neruda, estaban mucho antes de la casaca y la peluca. Y es entonces cuando me hago a la idea de que no es verdad que hay un declive ya casi impostergable del planeta, y que tal vez los doctos ecologistas exageran un poco.
Sé que no tengo razón. No son anuncios escatológicos de dramáticos ambientalistas. La cosa no pinta bien. Las nuevas generaciones heredarán nuestro desastre al parecer irreversible. Y entonces la humanidad se asomará sin remedio a su final antropofágico. Tal vez para entonces si desaparecemos totalmente los humanos, el planeta florezca de nuevo miles de años después. Nuestro tiempo de erguidos planetarios sabemos la pequeñez que representa frente al tiempo del mundo. Apenas si existe, apenas si existió.
Por todo lo anterior no creo que esté mal que el Presidente Petro hable en nombre de la vida e invoque a la vida en sus discursos como una potencia, es decir, como algo que es, pero que está para seguir siendo. A mí me anima. No ofrece bendiciones ni se las otorga como otros que lo precedieron. Lo tildan de retórico y de mesiánico. No estoy de acuerdo. Lo señalan de hacer demagogia, es decir, de engañar al respetable, de tender cortinas de humo. ¿Por hablar de Colombia como una potencia de la vida? ¿Qué hay de malo en ello? Tal vez le falta sencillez a su profundidad, y podría quitarse el alba de sacerdote de mentiras de los buenos oradores, para no parecer arrogante. Pero es innegable que hay demasiadas señales que no se ha inventado el Presidente y que desde hace décadas nos están enviando mensajes. Y no les hacemos mucho caso. Son esas señales lo valioso, antes que su mensajero. Que el mundo lo escuche es otro cuento. Pero siempre será mejor hablar de la vida que predicar sobre la muerte.
No doy cifras. Están por todas partes. Y en los colegios nos ha faltado valor para ir en contravía del consumo. De frente. Aceptémoslo de una bendita vez. Hemos sucumbido al reinando del individualismo, a la exaltación de los resultados personales antes que, a la construcción de aprendizajes más colaborativos, más colectivos donde quede al descubierto la sutil trama que nos emparenta con los otros y con la naturaleza. Luisa lo ha logrado. Y con los más vulnerables. Yo no les dije nada a mis hortelanos imprevistos. Pero tal vez sí hay esperanza.